Cuando le conté que tenía cáncer «pero no me iba a morir», un amigo me preguntó: «Y si te dijeran que es terminal, ¿qué querrías hacer con tu vida?». (Las conversaciones más interesantes están hechas de preguntas que aún no pueden ser respondidas). En ese momento, hace más de año y medio, no supe qué responder. Pero desde luego sentía que había cosas que querría hacer.
Desde entonces no solo he entendido, sino que he hecho mías, muchísimas otras: que si no hay fuego, no corro; que en mi vida no hay más estrés; que ciertas cosas ya no tienen cabida y que lo primero soy yo, y el que mejor lo sabe es mi cuerpo. Pero sobre todo he aprendido que necesito hacer lo que siento. No pienso volver a romperme por dentro.
Cuando hago lo que siento, dejo de tener miedo a no estar viviendo la vida que quiero. Porque la vida que quiero es ahora, no la que será «cuando tal» o la que ya fue. Y eso me hace sentir libre y en paz: me vaya cuando me vaya (¿adónde «iremos»?), habré vivido según he sentido. Que será lo mejor que haya podido ser. Nada habré perdido.
Había olvidado, también, que la muerte es vida. Todo es un ciclo. No hay disyuntiva. No es cuestión de vida o muerte: vida y muerte van unidas.
Acercarme a la muerte me hace estar más presente. Es una excelente unidad de medida: ¿cómo me siento respecto a mi vida? ¿Estoy siendo coherente?
Acercarme a la muerte es un regalo de vida: me hace consciente. Y hoy sé que he cerrado muchísimas heridas. Contra todo pronóstico, estoy más entera que nunca. Soy feliz, sin adverbios. Me tengo a mí misma.
#lastround💪 #esgritos