Hay un vacío que nunca se llena.
No puede señalarse. Pero se siente. En el pecho. En la garganta.
Es el vacío de lo que nunca sentiste porque no se te dio. El de lo que reprimiste porque cuando lo diste no se aceptó.
Es un vacío que te absorbe el alma. Como un agujero negro que nunca se sacia.
Luego hay otro vacío. Está en las entrañas.
Ese puede señalarse. Pero no todos lo sienten. Es una herida abierta, y no sabes cómo cerrarla.
Hay vacíos que nunca se llenan, y menos aún a la fuerza.
Hay vacíos que son ausencias. De ti mismo. De tu esencia.
Hay un vacío, uno, que en realidad está lleno. De abundancia. De presencia.
Lo sientes vacío porque se llena al dar. Cuanto más das, más eres. Cuanto más eres, más tienes por dar.
Hay un vacío que solo sientes cuando no estás contigo. Cuando caminas solo. Cuando te das por perdido.
Y luego hay una fuente.
Hay una fuente de amor inagotable que te brota de dentro. Y te ayuda a encontrarte.
Cuando bebes de ella, lo sientes todo:
Lo que te negaron.
Lo que te negaste.
Lo que te hicieron creer que no merecías.
Todas las veces que te castigaste.
Es la fuente que sacia todas las sedes. Es la fuente de los amaneceres.
Por beber de ella, te vas al fin del mundo. Una vez. Dos veces. Del derecho y del revés. Y bebes.
Bebes hasta emborracharte. De océano en la playa. De felicidad en tus lágrimas.
Entonces solo quieres beber. Beberte sin esperar a tener sed. Acudir a la fuente una y otra vez.
Y te prometes beber y ofrecer lo que en realidad eres, y lo que mereces: autenticidad, integridad. Ser.
Hay un vacío que se desvanece cuando lo reconoces. Cuando lo aceptas. Cuando lo integras.
Hay un vacío que nunca se llena porque no existe. Como un fantasma, solo está en tu cabeza.
#esgritos